sábado, 31 de marzo de 2012

SOBRE DIOS, EL PRINCIPIO DE LOS TIEMPOS Y LA ETERNIDAD

Cuando observo los mares, los ríos, las montañas y los valles, y las plantas y los árboles, y cada una de las especies animales que habitan nuestro planeta, creo en Dios. Porque me parece imposible que todo lo que nos rodea haya podido surgir por generación espontánea. Y cuando veo el cuerpo humano, los ojos, la nariz, los oídos, las manos y sus dedos, y los pies, y el cerebro, el corazón, los pulmones o un riñón, también creo en Dios. Porque parece mentira que tanta perfección no sea obra de un ser supremo. Y entonces me pregunto por qué me cuesta tanto encontrar a Dios. Y es que me adentro en las profundidades del pensamiento humano y veo el contraste entre bondad y maldad. La guerra y la paz. Y me pregunto dónde está ese divino ser que es todo misericordia. Y le pido, le ruego, le rezo y no me escucha. Y si me escucha, no responde. Y por más que insisto, el silencio es la respuesta. Y, mientras tanto, sigo mirando a mi alrededor y mi paupérrima razón sale disparada en busca del entendimiento de la palabra Dios. Y busco el valor divino de lo humano para confirmar que Dios existe. Y admiro todo lo que me rodea, pero no alcanzo al creador. Y no encuentro el instante cero. Y tampoco alcanzo a comprender la existencia de la eternidad, del pasado eterno, desde siempre, y del futuro eterno, para siempre.
Y, mientras busco, leo y compruebo como teólogos, científicos o filósofos ofrecen sus posturas y mantienen vivo el debate. Pero nadie estaba presente el día en que todo empezó. Así que seguiré buscando. Porque nadie ha podido demostrar que Dios existe. Pero tampoco nadie ha demostrado que no exista.

martes, 27 de marzo de 2012

UNA NOCHE CUALQUIERA EN AQUEL ANTRO DE MALA MUERTE

El local apestaba a humo, alcohol, sudor, humedad y vidas destrozadas por un tiempo vacío de esperanza y repleto de sinrazón. Nada de lo que allí ocurría cada día desde hacía varios años tenía coherencia. Era la viva imagen de la desolación. Era un triste cuadro modernista cincelado con pinceles barrocos. El escenario seguía vacío. Oscuro. Roto. Desarmado y desalmado. El dueño del antro, situado detrás de la barra, secaba unas copas con la mirada perdida en el mostrador. Al fondo, dos hombres. Varias botellas de cerveza vacías. Horas muertas sin más, sin palabras, sin camino y sin destino. Uno de ellos, músico, y también poeta, lloraba en silencio y no entendía los motivos de aquel adiós desgarrador que había separado el alma de su corazón. El otro, escritor, y también músico, no era capaz de consolar a su amigo. Y buscaba la luz de una explicación cuya espera se hacía eterna y no comprendía las razones de la más absurda, dolorosa, tétrica y patética despedida. Poco a poco, la tenue luz se fue apagando, como la utópica y desesperada esperanza de alcanzar su sueño. Y el sueño, precisamente, puso de manifiesto la debilidad de sus cuerpos. Borrachos, exhaustos, agotados, aunque sabían que mañana todo seguiría igual, deseaban, como cada noche, que el nuevo día significara un cambio de rumbo. Un nuevo objetivo. Una vida nueva. Un paso al frente. Un futuro mejor.