martes, 31 de diciembre de 2013

FELIZ AÑO NUEVO

Doce campanadas, doce uvas y algún propósito. Seguiré viviendo y tratando de ser feliz. No borraré ni una sola de las cicatrices que el pasado dibujó en lo más profundo de mi ser, pues, al fin y al cabo, son enseñanzas que alumbran nuestro camino como el faro que ilumina al marinero para evitar su naufragio. Seguiré viviendo y trataré de valorar todo aquello que tengo. Daré gracias a la vida por poner en mi camino a muchos con quien realmente merece la pena compartirlo todo, y también por levantar barreras y apartar piedras insufribles. Hipócritas, falsos, arrogantes, soberbios y mezquinos, todo en uno, cuanto más lejos, mejor. Amargados de la vida, al pozo. Por mi parte, intentaré seguir dibujando sonrisas en los rostros de aquellos a los que amo. Pediré perdón si me equivoco, pero, aunque errare humanum est, trataré de no errar en demasiadas ocasiones. No me callaré un "te quiero" si así lo siento. Y brindaré por los que siempre están, y por los que han llegado y ya no se irán. Aunque personalmente no me puedo quejar, para muchos, el 2013 ha sido terrible. Pero me voy a quedar con una imagen: hoy, último día del año, me he encontrado con una persona que ha luchado como nadie para seguir aquí, al pie del cañón, al frente de la vida. Hace algunos meses, esa persona me saludó con una gran sonrisa cuando nos cruzamos por la calle. Yo devolví el saludo, pero no la reconocí. Pasaron varias horas hasta que supe quién era aquella chica que llevaba un pañuelo que cubría su cabeza. Hoy la he vuelto a ver. Ya no lleva aquel pañuelo y ahora luce un bonito cabello corto. Su espectacular sonrisa sigue iluminándonos. Y a mí, sin que ella lo sepa, me ha dado la energía necesaria para empezar el año con esperanza, con fe y con fuerza para seguir escribiendo cada acontecimiento vital con letras mayúsculas.


José Antonio López Arilla © 2013

martes, 24 de diciembre de 2013

CUENTO DE NAVIDAD

Mira. Aquí dice que se espera una franca mejoría de la economía para el próximo año”, dijo en voz alta aquel señor vestido con traje gris marengo, zapatos negros impolutos, camisa azul y corbata oscura. Junto a él, una señora, también elegantemente ataviada y con gafas oscuras, sonreía y le respondía sin esconder un gesto de cierta incredulidad: “a ver si es verdad”.

Habían llegado juntos al café donde a veces me pierdo entre pensamientos, lecturas y escritos que muchas veces no encuentran final. Entraron despacio. Muy despacio. Él marcaba el compás con sus pasos y ella se agarraba fuertemente a su brazo para seguir bailando al ritmo dibujado con mucho amor y comprensión en la partitura que habían ido escribiendo los dos a lo largo de toda una vida juntos.

Tomaron asiento. El camarero con cara de actor de Hollywood les acercó un par de periódicos y una revista, primero, y un café y un té rojo, después. El señor, amablemente, pidió dos tostadas de pan de hogaza, con tomate untado y jamón serrano. “Don Enrique, no me queda pan y tampoco jamón”, respondió Juanín. “Esta noche es Nochebuena. ¿No piensan cenar en casa? ¿No vienen sus nietos?”, añadió. Ellos no pudieron hacer ver que habían olvidado una fecha tan señalada. Tampoco pudieron disimular su tristeza. “Como no nos gusta cenar solos, pensábamos merendar aquí. Raquel no está para muchos trotes y querrá ir a dormir pronto”, explicó don Enrique.

Tango (Leonid Afremov)
Mientras tanto, el amable caballero leía en voz alta los titulares a su esposa. Ella, después del resumen de cada noticia, hacía particulares comentarios. Unos serios, otros graciosos. Yo, sentado muy cerca de la linda pareja octogenaria, no pude evitar escuchar toda la conversación. Me acerqué al camarero y le dije que, si quería, yo mismo buscaría el pan y el jamón para cumplir con los deseos de aquellos dos señores. Juanín me guiñó un ojo y, en voz baja, me preguntó: “¿quieres llorar de emoción? Pues siéntate y espera”.

Al cabo de un par de horas, después de haber leído los titulares de los dos periódicos y de la revista, y después de algún café y de algún té más, sonó el teléfono del bar. A continuación, Juanín se acercó a los dos protagonistas de esta bonita historia: "¿Saben qué? Hoy no van a cenar solos. Yo no tengo a nadie y ustedes, después de tantos años, son ya parte de mí", les dijo. Y empezó a adornar la mesa de la pareja. Puso varios platos, los cubiertos, copas, servilletas y varias velas. La convirtió en una de las mesas navideñas más bellas que jamás pudieran haber visto.

Minutos después, siete niños entraron por la puerta del local. Correteando y gritando se acercaron a la mesa de don Enrique y doña Raquel. Se los comieron a besos. Detrás de ellos, sus padres, que habían llegado desde lejos para poder cenar con los abuelos.


José Antonio López Arilla © 2013