jueves, 18 de octubre de 2012

QUE NO ESCAMPE


Sintió que la oscuridad de aquel anochecer la cubrió, la calmó, la sedujo y la envolvió. Hipnotizada por su manifiesta vitalidad y por lo luminoso de aquellos ojos tan claros que se confundían con los rayos del sol de medianoche, empezó a caminar sin saber si el rumbo era preciso. Cuando lo vio, pensó que era él -y años después supo que no se había equivocado-. Creyó que aquel rocío matutino que regaba los campos cada amanecer se mantendría puro, inmaculado, incansable hasta la llegada del crepúsculo. Como el primer día. Como la primera tarde. Como aquella noche. Como aquel momento en que dos cuerpos rompían las cadenas que durante demasiado tiempo había impuesto la distancia, y se unían en el abrazo que habían soñado.

Las nubes más hermosas jamás contempladas adornaron un cielo de fondo gris, rojo, azul. Ellas fueron testigo de las primeras miradas. La lluvia, regalo de los dioses del Olimpo en aquel invernal instante del noveno día de las calendas de febrero, engalanó un escenario grávido de detalles de ternura, de afecto, de cariño y de pasión. Una adoración universal que forjó una escala in crescendo de un sentimiento recién nacido que se convirtió en idólatra necesidad. “Si así ha de llover, por favor, que no escampe”, se dijo a sí misma entre poco disimulados sollozos.

Y después del día primero, llegó el segundo. Y el tercero. Y otro más. Y pasó el tiempo. Pero la llama que nació creyendo ser para siempre, se apagó. Y luchaste contra viento y marea. Lo intentaste con todas tus fuerzas. Te prometiste a ti misma que nadie podría reprocharte no haber tratado de mantener vivo aquel fuego que nació con aquellas otoñales aguas de invierno. Pero tus ruegos, tu llanto, tu pena y tus lamentos no alcanzaron la elevada cumbre que anhelaban tus deseos. Sin haber perdido contienda alguna, te sentiste derrotada. Rendida. Aquel cruel campo de batalla había devorado los restos de un querer que siempre te perteneció. Eso pensaste. Eso creíste.

Y hoy, aunque sigues pensando que quizás aquel que se perdió entre las tinieblas de un inmerecido adiós volverá, aunque el dolor alcanza lo más recóndito, lo más profundo y lo más oculto de tu alma, aunque sigues llorando su adiós, aunque maldices tu existencia, que no la suya, sabes bien que sanarás. Desfilabas con paso firme, completamente erguida, aquella noche en que lo abrazaste. Después, tropezaste un día. Pero hoy sé que volverás a caminar. Mirando al frente. Como debe ser.


domingo, 7 de octubre de 2012

EL CABALLERO, LA DAMA Y EL CAPITÁN


Sonaban siempre las mismas canciones. Era una rueda infernal de acordes que se descomponían, se transformaban y se convertían en los amargos recuerdos que traían a sus pensamientos las dolorosas noches de ausencia de la amiga. Aquella amiga que describían con maestría los grandes autores del Quince. Amiga inalcanzable. Amiga intocable. Amiga imposible. El sufrir de aquel caballero medieval que juraba por su honor que volvería a intentarlo. Y ansiaba unos labios que se alejaban con el paso del tiempo; que extrañaba, pese a no haberlos saboreado jamás; que recordaba porque en sueños inverosímiles imaginó utópicos escenarios de pasión. Pero aquellos labios carmesí vivían cautivos en el noble corazón de un hombre instalado en la señorial cúspide aristocrática.


Aquella noche, en un instante de debilidad, de bajeza de espíritu, de ruin pensamiento, el caballero, provisto de espada y armadura, desafió a la suerte, al destino y a la muerte. Sin lamentos, sin llanto, con odio y con desprecio, invocó al ángel negro, al maligno, y le ofreció el alma del capitán Estrada a cambio del corazón de la dama, a la que amaba en plañido silencio. Un silencio eterno. Un silencio perfecto que acompañaba al caballero, a su tensa y perpetua soledad, y a su inquieta espera. Una espera que se convirtió en calma, en paz, en un sosiego que trajo en volandas aquellas canciones, las de siempre, que volvieron a resonar en su interior justo en el momento en que una luz cubrió su rostro, primero, su cuerpo, después, y el oscuro espacio empedrado sobre el que se arrodilló a continuación. Y clamó al cielo. Rogó, suplicó, imploró. Y pidió a Dios olvidarla. No volver a ver jamás aquella sonrisa plasmada en el más bello rostro creado por el supremo universal. No sentir el reflejo enamorado de aquella divina mirada que vivía cautiva en cárceles de desamor. Y, como Manrique, deseó aquella preciosa escala dorada, que un día sirvió para que su voluntad se quebrara al quedar “en vuestro poder cautivo”, para acercarse al firmamento y contemplar así cada una de las estrellas que adornaban la majestuosa bóveda celestial, y recobrar así la libertad.