“Mira. Aquí
dice que se espera una franca mejoría de la economía para el próximo año”, dijo
en voz alta aquel señor vestido con traje gris marengo, zapatos negros impolutos,
camisa azul y corbata oscura. Junto a él, una señora, también elegantemente ataviada
y con gafas oscuras, sonreía y le respondía sin esconder un gesto de cierta incredulidad:
“a ver si es verdad”.
Habían llegado
juntos al café donde a veces me pierdo entre pensamientos, lecturas y escritos
que muchas veces no encuentran final. Entraron despacio. Muy despacio. Él
marcaba el compás con sus pasos y ella se agarraba fuertemente a su brazo para
seguir bailando al ritmo dibujado con mucho amor y comprensión en la partitura
que habían ido escribiendo los dos a lo largo de toda una vida juntos.
Tomaron
asiento. El camarero con cara de actor de Hollywood les acercó un par de
periódicos y una revista, primero, y un café y un té rojo, después. El señor,
amablemente, pidió dos tostadas de pan de hogaza, con tomate untado y jamón
serrano. “Don Enrique, no me queda pan y tampoco jamón”, respondió Juanín. “Esta
noche es Nochebuena. ¿No piensan cenar en casa? ¿No vienen sus nietos?”, añadió. Ellos no pudieron hacer ver que habían olvidado una fecha tan señalada. Tampoco
pudieron disimular su tristeza. “Como no nos gusta cenar solos, pensábamos
merendar aquí. Raquel no está para muchos trotes y querrá ir a dormir pronto”,
explicó don Enrique.
Tango (Leonid Afremov) |
Mientras
tanto, el amable caballero leía en voz alta los titulares a su esposa. Ella,
después del resumen de cada noticia, hacía particulares comentarios. Unos
serios, otros graciosos. Yo, sentado muy cerca de la linda pareja octogenaria,
no pude evitar escuchar toda la conversación. Me acerqué al camarero y le dije
que, si quería, yo mismo buscaría el pan y el jamón para cumplir con los deseos
de aquellos dos señores. Juanín me guiñó un ojo y, en voz baja, me preguntó: “¿quieres
llorar de emoción? Pues siéntate y espera”.
Al cabo de un
par de horas, después de haber leído los titulares de los dos periódicos y de
la revista, y después de algún café y de algún té más, sonó el teléfono del bar. A continuación, Juanín se acercó a los dos protagonistas de esta bonita historia: "¿Saben qué? Hoy no van a cenar solos. Yo no tengo a nadie y ustedes, después de tantos años, son ya parte de mí", les dijo. Y empezó a adornar la mesa de la pareja. Puso varios
platos, los cubiertos, copas, servilletas y varias velas. La convirtió en una
de las mesas navideñas más bellas que jamás pudieran haber visto.
Minutos
después, siete niños entraron por la puerta del local. Correteando y gritando
se acercaron a la mesa de don Enrique y doña Raquel. Se los comieron a besos.
Detrás de ellos, sus padres, que habían llegado desde lejos para poder cenar
con los abuelos.
José Antonio López Arilla © 2013
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