domingo, 7 de octubre de 2012

EL CABALLERO, LA DAMA Y EL CAPITÁN


Sonaban siempre las mismas canciones. Era una rueda infernal de acordes que se descomponían, se transformaban y se convertían en los amargos recuerdos que traían a sus pensamientos las dolorosas noches de ausencia de la amiga. Aquella amiga que describían con maestría los grandes autores del Quince. Amiga inalcanzable. Amiga intocable. Amiga imposible. El sufrir de aquel caballero medieval que juraba por su honor que volvería a intentarlo. Y ansiaba unos labios que se alejaban con el paso del tiempo; que extrañaba, pese a no haberlos saboreado jamás; que recordaba porque en sueños inverosímiles imaginó utópicos escenarios de pasión. Pero aquellos labios carmesí vivían cautivos en el noble corazón de un hombre instalado en la señorial cúspide aristocrática.


Aquella noche, en un instante de debilidad, de bajeza de espíritu, de ruin pensamiento, el caballero, provisto de espada y armadura, desafió a la suerte, al destino y a la muerte. Sin lamentos, sin llanto, con odio y con desprecio, invocó al ángel negro, al maligno, y le ofreció el alma del capitán Estrada a cambio del corazón de la dama, a la que amaba en plañido silencio. Un silencio eterno. Un silencio perfecto que acompañaba al caballero, a su tensa y perpetua soledad, y a su inquieta espera. Una espera que se convirtió en calma, en paz, en un sosiego que trajo en volandas aquellas canciones, las de siempre, que volvieron a resonar en su interior justo en el momento en que una luz cubrió su rostro, primero, su cuerpo, después, y el oscuro espacio empedrado sobre el que se arrodilló a continuación. Y clamó al cielo. Rogó, suplicó, imploró. Y pidió a Dios olvidarla. No volver a ver jamás aquella sonrisa plasmada en el más bello rostro creado por el supremo universal. No sentir el reflejo enamorado de aquella divina mirada que vivía cautiva en cárceles de desamor. Y, como Manrique, deseó aquella preciosa escala dorada, que un día sirvió para que su voluntad se quebrara al quedar “en vuestro poder cautivo”, para acercarse al firmamento y contemplar así cada una de las estrellas que adornaban la majestuosa bóveda celestial, y recobrar así la libertad.


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