Sintió que la oscuridad de aquel anochecer la cubrió, la
calmó, la sedujo y la envolvió. Hipnotizada por su manifiesta vitalidad y por lo luminoso de aquellos ojos tan claros que se
confundían con los rayos del sol de medianoche, empezó a caminar sin saber si el rumbo era preciso. Cuando lo vio, pensó que era
él -y años después supo que no se había equivocado-. Creyó que aquel rocío matutino que regaba los campos cada
amanecer se mantendría puro, inmaculado, incansable hasta la llegada del crepúsculo. Como
el primer día. Como la primera tarde. Como aquella noche. Como aquel momento en
que dos cuerpos rompían las cadenas que durante demasiado tiempo había impuesto la distancia, y se unían en el abrazo que habían soñado.
Las nubes más hermosas jamás contempladas adornaron un cielo
de fondo gris, rojo, azul. Ellas fueron testigo de las primeras miradas. La
lluvia, regalo de los dioses del Olimpo en aquel invernal instante del noveno
día de las calendas de febrero, engalanó un escenario grávido de detalles de
ternura, de afecto, de cariño y de pasión. Una adoración universal que forjó
una escala in crescendo de un sentimiento recién nacido que se convirtió en
idólatra necesidad. “Si así ha de llover,
por favor, que no escampe”, se dijo a sí misma entre poco disimulados
sollozos.
Y después del día primero, llegó el segundo. Y el tercero. Y
otro más. Y pasó el tiempo. Pero la llama que nació creyendo ser para siempre, se
apagó. Y luchaste contra viento y marea. Lo intentaste con todas tus fuerzas. Te
prometiste a ti misma que nadie podría reprocharte no haber tratado de mantener
vivo aquel fuego que nació con aquellas otoñales aguas de invierno. Pero tus
ruegos, tu llanto, tu pena y tus lamentos no alcanzaron la elevada cumbre que
anhelaban tus deseos. Sin haber perdido contienda alguna, te sentiste
derrotada. Rendida. Aquel cruel campo de batalla había devorado los restos de
un querer que siempre te perteneció. Eso pensaste. Eso creíste.
Y hoy, aunque sigues pensando que quizás aquel que se perdió entre las tinieblas de un inmerecido adiós volverá, aunque el dolor alcanza lo más recóndito, lo más profundo y lo más
oculto de tu alma, aunque sigues llorando su adiós, aunque maldices tu
existencia, que no la suya, sabes bien que sanarás. Desfilabas con paso firme, completamente erguida, aquella noche en que lo abrazaste. Después, tropezaste un día. Pero hoy sé que volverás a
caminar. Mirando al frente. Como debe ser.
Es precioso Josean, me encanta el final. Es de esos relatos que lees detenidamente porque no quieres que acabe.
ResponderEliminarP.d. Soy Noelia, de la Uned, aunque igual me conocerás por la foto... :)
Un beso, espero leer más de estos.