Fue en ese lugar
en el que se encontraron dos desconocidos cuyas miradas nada extrañas parecían entenderse
desde el principio de los tiempos. Allí fue donde sus almas se enfrentaron
cuerpo a cuerpo en una cruenta batalla sin sangre que acabó con vencedores sin
vencidos. Una bandera blanca. Horas de paz y sosiego. Cae la noche y hace frío.
Hasta pronto. Hasta siempre.
Pasarán los años.
Como en el ajedrez, volverán a colocarse las piezas en el tablero de los
juegos donde la destreza cae rendida ante los poderes mágicos del azar que deja
sus frases escritas en el pergamino del destino. La dama y el rey. La torre.
Los caballos. El alfil. Todo quedará metódica y cuidadosamente dispuesto.
Cuando el tiempo se haya agotado, ya en el
crepúsculo del combate, la negrura de las tinieblas y la noche arderán de
madrugada para regalar al alba los ecos de sus voces entrecortadas, que quedarán
grabadas con sangre en sus pieles mojadas del mismo modo que lucirán tatuadas
las marcas de sus labios y las huellas de unos dedos cuyo aroma se enreda entre
los brazos del deseo y los apasionados antojos del sexo ansiado.
Cae la noche y hace
frío. Y en su soledad, ella volverá a aparecer sentada en su sillón de los
recuerdos, con su imagen grabada entre sus manos. Y esperará la llegada del
alba en silencio para no perderse cada nota de la suave melodía de una voz que la
acaricia y que la guía hacia el arrebato lujurioso de su éxtasis.
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