sábado, 28 de julio de 2012

RESURRECCIÓN


I

Aquella tarde volví a sentir la sensación extraña que recorre mi cuerpo cada vez que debo situarme frente al público. Aquellas cosquillas en el estómago nacen días antes del evento y solo se van apagando con los primeros aplausos después de la primera canción. Estábamos montando el escenario entre diálogos de palabras temblorosas, anécdotas, comentarios sobre errores del pasado y ánimos mutuos.

A ratos, me sentía raro. Ese maldito cosquilleo se había instalado en mí y no era capaz de hacer que desapareciera. Quería que el reloj marcara las diez de la noche. Quería empezar. Quería acabar. Quería los aplausos del final. Y quería irme a mi casa a descansar. Al mismo tiempo, soñaba con llenar el local de gente conocida que fuese incapaz de apreciar un error. De hecho, cualquiera de mis amigos confundiría el sonido de un percusionista profesional con el que emite un niño dando golpes en la mesa de un bar.

Ese extraño sentimiento me hacía guardar silencio. Mis compañeros de banda charlaban, reían y se burlaban de mí. Me preguntaban si había aprendido a cantar ya o si había estudiado música con la ayuda de algún curso a distancia. Comentarios típicos entre componentes de un grupo que son, por encima de todo, amigos. Yo no respondía. Mi cabeza volaba. Intentaba centrarme en el repertorio. Al fin y al cabo, solo tenía que cantar diez canciones. A lo sumo, doce. Y eso siempre que el público gritara al unísono “otra, otra”.


II

Pasadas las nueve de la noche, montado el escenario, preparados los instrumentos, ordenados los cables, situadas las partituras en los atriles, realizadas las pruebas de sonido, y con todo listo para el inicio del concierto, nos sentamos junto a la barra del antro de mala muerte que siempre nos daba la oportunidad de lucirnos. Ese día era especial porque era la primera vez que nos iban a pagar por tocar. Habíamos actuado allí en infinidad de ocasiones. Siempre gratis. El dueño, un tipo peculiar, era un antiguo empresario venido a menos después de un divorcio y de una amante que lo dejaron sin blanca. Desesperado por lo que tuvo y perdió, Isma siempre contaba que solo tenía dos salidas: lanzarse al vacío desde lo alto del acantilado más cercano o refugiarse en aquella oscura cueva y ahogarse en alcohol.

Diez años hacía aquel día que había abierto su local. Y como no quisimos dejarlo solo en una fecha tan especial, nos pusimos manos a la obra. Engalanamos su bar con banderas de colores y con cientos de globos. Buscamos la colaboración de diferentes marcas de bebidas. Imprimimos entradas donde ofrecíamos regalos para los asistentes. Colgamos carteles que anunciaban el concierto y la fiesta por toda la ciudad. Isma estaba tan emocionado que se le saltaban las lágrimas, aunque tampoco nos sorprendió, puesto que esto era frecuente a partir de la quinta cerveza o del tercer gin tonic. En una de sus borracheras prometió pagarnos por el concierto de esta noche, pese a que “tendríais que pagarme vosotros a mí por permitiros tocar aquí pese a lo malos que sois”.

De ahí al inicio del concierto, pocas novedades. Fue llenándose el garito de Isma, fueron llegando caras conocidas. Y también desconocidas que acompañaban a las primeras. El reloj marcaba las diez. Se apagaron las luces, mientras un tenue rayo alumbraba el escenario. Se hizo el silencio. Y en unos segundos sonaron las baquetas. Un, dos, tres y… Primeros acordes, primeras notas, primera canción. Todo acontecía según lo previsto. Se calmaban mis nervios poco a poco. Además, los focos me deslumbraban, lo cual me impedía reconocer a nadie entre la multitud.


III

Pero, como siempre, algo tenía que pasar. Esta vida no ofrece respiro. Eso pensé cuando apareció ante mí, a menos de dos metros, la mirada más bonita que jamás había conocido. Sara, a la que hacía varios años no veía, estaba allí. Me miraba. Me sonreía. Bailaba con movimientos dulces, con estilo. Intentaba no fijarme en ella para no perder el ritmo y el control de mi actuación. Y, de pronto, desapareció. “¡Como siempre!”, pensé.

La busqué con mi mirada por todo el antro. Quizás se fue. “¿Tan mal lo estábamos haciendo?”, seguía pensando. Y centrado en el concierto, llegó el descanso. Y aunque muchos de nuestros amigos se acercaron al escenario para saludarnos, di un salto y me dediqué a buscar a Sara entre el público. Diez minutos después, desistí y me dirigí a la barra en busca de la enésima cerveza. Mientras bebía, traté de reconocer a todos los que se habían acercado a la fiesta. Y entonces una voz me susurró: “¿Nervioso por el concierto o nervioso por verme?”. Con mi descaro habitual, respondí: “ni una cosa ni la otra”.

Lo que sucedió a partir de ese momento se convierte en un tópico absolutamente literario que no merece la pena desarrollar. Acabó el concierto. Entre aplausos, nos sentimos estrellas del rock por un instante. Prometí una cena pagada a mis amigos de la banda si recogían mis cachivaches. Y desaparecí.


IV

La noche se hizo corta. Nos contamos todo lo que había sucedido en nuestras vidas durante los últimos cinco años. Sara y yo tuvimos una breve relación. Física. Física y química. Pero nuestros momentos vitales eran diferentes. Era una mujer inteligente. Cuando se graduó, se fue al extranjero. Cuando me gradué, todavía no pensaba en un trabajo con carácter estable. Mi sueño era la música. Quería viajar para conocer, no para trabajar. Y nuestros caminos, después de varios meses de apasionada fusión, de locura desenfrenada, de puro, aunque no casto, amor juvenil, se separaron. Sara voló. Se fue. Desapareció. Y no dejó rastro. Y aunque pensé que volvería, pasaron los años y nunca más supe de ella.

Aquella noche pasaron las horas entre bailes para dos cuerpos que son uno. Daba igual la canción. No nos separamos. Si no hablaba nuestra voz, lo hacíamos a través de las miradas. La narración de nuestras vidas contaba los acontecimientos vividos, sin preguntarnos los porqués. Un abrazo. Dudas. ¿Quién dará el primer, enésimo, paso? Un primer beso. Dulce. Suave. Tímido. Un abrazo más largo. El silencio mezclado físicamente con la química. Más besos. Un beso eterno. Un paseo junto al mar. El famoso acantilado. Y el mismo final de aquellas noches que, cinco años después, volvía a ser portada.

El sol despuntaba ya tímidamente. Clareaba el horizonte. Después del calor, el frío. Arrope con mi chaqueta a Sara y la abrigué con mi abrazo. Y caminamos. Lo hacíamos despacito, como no queriendo que llegara el final. Le pregunté cien veces, o más, si se quedaría para siempre. No respondía. Solo bromeaba con su respuesta e insistía en que había vuelto desde el más allá porque tenía ganas de verme. Y que ahora que había comprobado que era feliz, volvería a marcharse. Pero seguía sin decirme dónde vivía. Yo, que hubiera dado cualquier cosa por no haberla perdido, reconocía en mi fuero interno que Sara era la única mujer por la que sería capaz de abandonar esa libertad que me condenaba cada día de mi vida a estar libre de relaciones que no me llenaban.

Y así, alegre y sonriente por haber encontrado a Sara, e ilusionado con la posibilidad de que esta vez fuese para siempre, la acompañé hasta su calle, como tantas veces había hecho cinco años atrás. Nos despedimos con otro abrazo lleno de amor. Nos besamos. Lloraba. Sus lágrimas regaron el alma de este pobre corazón que, posiblemente, era más sensible de lo que trataba de mostrar exteriormente. Bromeando, agradecí que hubiera resucitado aquella noche para venir a verme y por hacerme recordar aquellos momentos que se habían quedado guardados en el pasado. Le pregunté si nos volveríamos a ver. Me miró. Me sonrió. Y contestó: “tal vez”. Y se alejó despacio. Mi chaqueta le quedaba perfecta. No le dije nada pese a que me estaba muriendo de frío. Era la excusa perfecta para volver a vernos pronto.


V

Horas después, cuando me levanté casi sin haber podido dormir, pensé que todo había sido un sueño. Trataba de recordar cada minuto vivido la noche anterior. Daba igual la fiesta del antro de Isma. Daba igual si el concierto había sido un éxito o no. Solo me importaba Sara. La física, la química y volver a verla. Si se iba, quería marcharme con ella. Si se quedaba, quería estar con ella.

Y como no quería que volviera a desaparecer y pasaran otros cinco años, fui a buscarla. El problema es que sabía en qué calle vivía, pero no recordaba exactamente cuál era su casa. Nunca conocí a sus padres. Ni a sus hermanos. Sabía que eran cuatro. Sara, la única chica. Fue una relación apasionada, donde solo ella y yo fuimos protagonistas. No hubo presentaciones familiares, ni formales ni de ninguna clase. Tampoco es que tuviéramos tiempo. De hecho, no nos lo planteamos. No pensamos en bodas hasta que la muerte nos separe, ni prometimos ser fieles en la salud y en la enfermedad, todos los días de nuestra vida. Durante unos meses, cinco, vivimos el momento. Sin más. Sin pensar en el día después. Hasta que se fue. Y aunque siempre pensé que volvería, pasaban los días, los meses, los años. Y nunca más supe de ella.

Si contara que sin pensar salí de mi casa para buscarla, mentiría. Lo estuve meditando desde que desperté aquel mediodía de sábado. Imaginaba la situación. ¿A quién preguntaba por ella? ¿En qué casa debía picar? ¿Quién abriría la puerta? ¿Qué se supone que debía decir si no era ella quién atendía?

Pensando en todas estas cuestiones, después de varias horas, me acerqué hasta su calle. Pero no sabía por dónde empezar. Quizás la conocían en alguna de las tiendas que allí había. Mostré su foto, la única que tenía, a la dependienta de una de ellas. Varias respuestas negativas y algún quizás más tarde, obtuve la primera de las pistas. Esta me llevó hasta María, quien decía ser amiga de uno de sus hermanos. Era la dueña de una tienda donde se vendía de todo. Inciensos, velas, fragancias para envolver tu hogar de un aroma pacificador. Era un lugar silencioso. Solo se oía el sonido del agua de una fuente pequeña situada en el centro de aquel establecimiento que recordaba a un bazar oriental.

El rostro de María, que sonreía, se llenó de dolor cuando le mostré la fotografía de Sara al tiempo que preguntaba si la conocía. Me pidió que esperara un momento, terminó de atender a unas clientas, y se acercó. Cogió la foto de Sara, la miró en silencio y una lágrima que resbaló por su mejilla susurró a los gritos que algo malo me iba a contar. El cosquilleo en mi estómago, como ayer, resucitó. Mi cabeza, a mil por hora, intentaba descifrar el mensaje que transmitía el dolor que María sentía por mi culpa en ese momento.

Pasaron unos minutos antes de que la amiga del hermano de Sara pudiera articular palabra. Con los ojos húmedos, me contó que había sido novia de Lucas, uno de los hermanos de Sara. Y entre sollozos narró cómo una madrugada, algunos años atrás, la policía se presentó en el domicilio familiar para dar cuenta de la peor de las noticias. Sara había sufrido un accidente de tráfico en la ciudad en la que residía mientras estudiaba su doctorado.

Eso no era posible. Yo había estado con ella la noche anterior. Y no era un sueño. Creí estar volviéndome loco. Conté a María lo sucedido. Hablamos durante horas. Me pidió que no me acercara a la casa de Sara para no hacer revivir el dolor a su familia. Esperé a que cerrara la tienda, puesto que María quiso acompañarme hasta el lugar donde supuestamente reposaba el cuerpo de Sara. Yo no había dejado de temblar desde que había conocido su trágico final. De pie junto a María, ya dentro del cementerio, situados frente a la lápida de Sara, pude leer su nombre. También la fecha de su muerte. La tumba estaba adornada por un montón de bonitas flores recién colocadas. Algunas blancas, otras de colores. Junto a ellas, cómo en el final de una antigua leyenda urbana, mi chaqueta.



4 comentarios:

  1. Cuando entro Sara en escena, mi corazón empezó a latir mucho más rápido, más fuerte. Aunque a veces quiera aparentar ser una persona dura y hasta insensible. En el fondo, es agradable soñar con el amor, el deseo y la pasión por otro, lástima que la vida a veces nos juegue malas pasadas. Me ha gustado mucho esta entrada, trovador!!

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  2. Trovador, es de justicia reconocer que cada día me entusiasmas más con todo lo que escribes. Este relato es alucinante. Me has tenido en tensión a lo largo de toda la narración. Pensaba que el final iba a ser típico, tópico y clásico, con boda y mucho amor. Y aunque es cierto lo de la leyenda urbana, nunca imaginé un final así. ¡Felicidades! Estás aprendiendo a escribir. Sigue caminando, que llegarás lejos

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  3. Increíble relato. Es una historia de amor contada con gran pasión. Quién pudiera ser protagonista de esta historia. El final es increíble y totalmente inesperado.

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