I
Aquella tarde volví a sentir la sensación extraña que
recorre mi cuerpo cada vez que debo situarme frente al público. Aquellas
cosquillas en el estómago nacen días antes del evento y solo se van apagando
con los primeros aplausos después de la primera canción. Estábamos montando el
escenario entre diálogos de palabras temblorosas, anécdotas, comentarios sobre
errores del pasado y ánimos mutuos.
A ratos, me sentía raro. Ese maldito cosquilleo se había
instalado en mí y no era capaz de hacer que desapareciera. Quería que el reloj
marcara las diez de la noche. Quería empezar. Quería acabar. Quería los
aplausos del final. Y quería irme a mi casa a descansar. Al mismo tiempo,
soñaba con llenar el local de gente conocida que fuese incapaz de apreciar un
error. De hecho, cualquiera de mis amigos confundiría el sonido de un
percusionista profesional con el que emite un niño dando golpes en la mesa de
un bar.
Ese extraño sentimiento me hacía guardar silencio. Mis
compañeros de banda charlaban, reían y se burlaban de mí. Me preguntaban si
había aprendido a cantar ya o si había estudiado música con la ayuda de algún
curso a distancia. Comentarios típicos entre componentes de un grupo que son,
por encima de todo, amigos. Yo no respondía. Mi cabeza volaba. Intentaba
centrarme en el repertorio. Al fin y al cabo, solo tenía que cantar diez
canciones. A lo sumo, doce. Y eso siempre que el público gritara al unísono “otra, otra”.
II
Pasadas las nueve de la noche, montado el escenario,
preparados los instrumentos, ordenados los cables, situadas las partituras en
los atriles, realizadas las pruebas de sonido, y con todo listo para el inicio
del concierto, nos sentamos junto a la barra del antro de mala muerte que
siempre nos daba la oportunidad de lucirnos. Ese día era especial porque era la
primera vez que nos iban a pagar por tocar. Habíamos actuado allí en infinidad
de ocasiones. Siempre gratis. El dueño, un tipo peculiar, era un antiguo
empresario venido a menos después de un divorcio y de una amante que lo dejaron
sin blanca. Desesperado por lo que tuvo y perdió, Isma siempre contaba que solo
tenía dos salidas: lanzarse al vacío desde lo alto del acantilado más cercano o
refugiarse en aquella oscura cueva y ahogarse en alcohol.
Diez años hacía aquel día que había abierto su local. Y como
no quisimos dejarlo solo en una fecha tan especial, nos pusimos manos a la
obra. Engalanamos su bar con banderas de colores y con cientos de globos.
Buscamos la colaboración de diferentes marcas de bebidas. Imprimimos entradas
donde ofrecíamos regalos para los asistentes. Colgamos carteles que anunciaban
el concierto y la fiesta por toda la ciudad. Isma estaba tan emocionado que se
le saltaban las lágrimas, aunque tampoco nos sorprendió, puesto que esto era
frecuente a partir de la quinta cerveza o del tercer gin tonic. En una de sus borracheras
prometió pagarnos por el concierto de esta noche, pese a que “tendríais que pagarme vosotros a mí por
permitiros tocar aquí pese a lo malos que sois”.
De ahí al inicio del concierto, pocas novedades. Fue
llenándose el garito de Isma, fueron
llegando caras conocidas. Y también desconocidas que acompañaban a las
primeras. El reloj marcaba las diez. Se apagaron las luces, mientras un tenue
rayo alumbraba el escenario. Se hizo el silencio. Y en unos segundos sonaron
las baquetas. Un, dos, tres y… Primeros acordes, primeras notas, primera
canción. Todo acontecía según lo previsto. Se calmaban mis nervios poco a poco.
Además, los focos me deslumbraban, lo cual me impedía reconocer a nadie entre
la multitud.
III
Pero, como siempre, algo tenía que pasar. Esta vida no
ofrece respiro. Eso pensé cuando apareció ante mí, a menos de dos metros, la
mirada más bonita que jamás había conocido. Sara, a la que hacía varios años no
veía, estaba allí. Me miraba. Me sonreía. Bailaba con movimientos dulces, con
estilo. Intentaba no fijarme en ella para no perder el ritmo y el control de mi
actuación. Y, de pronto, desapareció. “¡Como
siempre!”, pensé.
La busqué con mi mirada por todo el antro. Quizás se fue. “¿Tan mal lo estábamos haciendo?”, seguía
pensando. Y centrado en el concierto, llegó el descanso. Y aunque muchos de
nuestros amigos se acercaron al escenario para saludarnos, di un salto y me
dediqué a buscar a Sara entre el público. Diez minutos después, desistí y me
dirigí a la barra en busca de la enésima cerveza. Mientras bebía, traté de
reconocer a todos los que se habían acercado a la fiesta. Y entonces una voz me
susurró: “¿Nervioso por el concierto o
nervioso por verme?”. Con mi descaro habitual, respondí: “ni una cosa ni la otra”.
Lo que sucedió a partir de ese momento se convierte en un
tópico absolutamente literario que no merece la pena desarrollar. Acabó el
concierto. Entre aplausos, nos sentimos estrellas del rock por un instante.
Prometí una cena pagada a mis amigos de la banda si recogían mis cachivaches. Y
desaparecí.
IV
La noche se hizo corta. Nos contamos todo lo que había
sucedido en nuestras vidas durante los últimos cinco años. Sara y yo tuvimos
una breve relación. Física. Física y química. Pero nuestros momentos vitales
eran diferentes. Era una mujer inteligente. Cuando se graduó, se fue al
extranjero. Cuando me gradué, todavía no pensaba en un trabajo con carácter
estable. Mi sueño era la música. Quería viajar para conocer, no para trabajar. Y nuestros caminos, después de varios meses
de apasionada fusión, de locura desenfrenada, de puro, aunque no casto, amor
juvenil, se separaron. Sara voló. Se fue. Desapareció. Y no dejó rastro. Y
aunque pensé que volvería, pasaron los años y nunca más supe de ella.
Aquella noche pasaron las horas entre bailes para dos
cuerpos que son uno. Daba igual la canción. No nos separamos. Si no hablaba
nuestra voz, lo hacíamos a través de las miradas. La narración de nuestras
vidas contaba los acontecimientos vividos, sin preguntarnos los porqués. Un
abrazo. Dudas. ¿Quién dará el primer, enésimo, paso? Un primer beso. Dulce.
Suave. Tímido. Un abrazo más largo. El silencio mezclado físicamente con la
química. Más besos. Un beso eterno. Un paseo junto al mar. El famoso acantilado.
Y el mismo final de aquellas noches que, cinco años después, volvía a ser
portada.
El sol despuntaba ya tímidamente. Clareaba el horizonte.
Después del calor, el frío. Arrope con mi chaqueta a Sara y la abrigué con mi
abrazo. Y caminamos. Lo hacíamos despacito, como no queriendo que llegara el
final. Le pregunté cien veces, o más, si se quedaría para siempre. No
respondía. Solo bromeaba con su respuesta e insistía en que había vuelto desde
el más allá porque tenía ganas de verme. Y que ahora que había comprobado que
era feliz, volvería a marcharse. Pero seguía sin decirme dónde vivía. Yo, que
hubiera dado cualquier cosa por no haberla perdido, reconocía en mi fuero
interno que Sara era la única mujer por la que sería capaz de abandonar esa
libertad que me condenaba cada día de mi vida a estar libre de relaciones que
no me llenaban.
Y así, alegre y sonriente por haber encontrado a Sara, e
ilusionado con la posibilidad de que esta vez fuese para siempre, la acompañé
hasta su calle, como tantas veces había hecho cinco años atrás. Nos despedimos
con otro abrazo lleno de amor. Nos besamos. Lloraba. Sus lágrimas regaron el
alma de este pobre corazón que, posiblemente, era más sensible de lo que
trataba de mostrar exteriormente. Bromeando, agradecí que hubiera resucitado
aquella noche para venir a verme y por hacerme recordar aquellos momentos que
se habían quedado guardados en el pasado. Le pregunté si nos volveríamos a ver.
Me miró. Me sonrió. Y contestó: “tal vez”.
Y se alejó despacio. Mi chaqueta le quedaba perfecta. No le dije nada pese a
que me estaba muriendo de frío. Era la excusa perfecta para volver a vernos
pronto.
V
Horas después, cuando me levanté casi sin haber podido
dormir, pensé que todo había sido un sueño. Trataba de recordar cada minuto
vivido la noche anterior. Daba igual la fiesta del antro de Isma. Daba igual si
el concierto había sido un éxito o no. Solo me importaba Sara. La física, la
química y volver a verla. Si se iba, quería marcharme con ella. Si se quedaba,
quería estar con ella.
Y como no quería que volviera a desaparecer y pasaran otros
cinco años, fui a buscarla. El problema es que sabía en qué calle vivía, pero
no recordaba exactamente cuál era su casa. Nunca conocí a sus padres. Ni a sus
hermanos. Sabía que eran cuatro. Sara, la única chica. Fue una relación
apasionada, donde solo ella y yo fuimos protagonistas. No hubo presentaciones
familiares, ni formales ni de ninguna clase. Tampoco es que tuviéramos tiempo. De
hecho, no nos lo planteamos. No pensamos en bodas hasta que la muerte nos
separe, ni prometimos ser fieles en la salud y en la enfermedad, todos los días
de nuestra vida. Durante unos meses, cinco, vivimos el momento. Sin más. Sin
pensar en el día después. Hasta que se fue. Y aunque siempre pensé que
volvería, pasaban los días, los meses, los años. Y nunca más supe de ella.
Si contara que sin pensar salí de mi casa para buscarla,
mentiría. Lo estuve meditando desde que desperté aquel mediodía de sábado. Imaginaba
la situación. ¿A quién preguntaba por ella? ¿En qué casa debía picar? ¿Quién
abriría la puerta? ¿Qué se supone que debía decir si no era ella quién atendía?
Pensando en todas estas cuestiones, después de varias horas,
me acerqué hasta su calle. Pero no sabía por dónde empezar. Quizás la conocían
en alguna de las tiendas que allí había. Mostré su foto, la única que tenía, a
la dependienta de una de ellas. Varias respuestas negativas y algún quizás más
tarde, obtuve la primera de las pistas. Esta me llevó hasta María, quien decía
ser amiga de uno de sus hermanos. Era la dueña de una tienda donde se vendía de
todo. Inciensos, velas, fragancias para envolver tu hogar de un aroma
pacificador. Era un lugar silencioso. Solo se oía el sonido del agua de una
fuente pequeña situada en el centro de aquel establecimiento que recordaba a un
bazar oriental.
El rostro de María, que sonreía, se llenó de dolor cuando le
mostré la fotografía de Sara al tiempo que preguntaba si la conocía. Me pidió
que esperara un momento, terminó de atender a unas clientas, y se acercó. Cogió
la foto de Sara, la miró en silencio y una lágrima que resbaló por su mejilla
susurró a los gritos que algo malo me iba a contar. El cosquilleo en mi
estómago, como ayer, resucitó. Mi cabeza, a mil por hora, intentaba descifrar
el mensaje que transmitía el dolor que María sentía por mi culpa en ese momento.
Pasaron unos minutos antes de que la amiga del hermano de
Sara pudiera articular palabra. Con los ojos húmedos, me contó que había sido
novia de Lucas, uno de los hermanos de Sara. Y entre sollozos narró cómo una madrugada,
algunos años atrás, la policía se presentó en el domicilio familiar para dar
cuenta de la peor de las noticias. Sara había sufrido un accidente de tráfico
en la ciudad en la que residía mientras estudiaba su doctorado.
Eso no era posible. Yo había estado con ella la noche
anterior. Y no era un sueño. Creí estar volviéndome loco. Conté a María lo sucedido. Hablamos durante horas. Me pidió que no me acercara a la
casa de Sara para no hacer revivir el dolor a su familia. Esperé a que cerrara
la tienda, puesto que María quiso acompañarme hasta el lugar donde supuestamente reposaba el cuerpo de Sara. Yo no había dejado de temblar desde que había conocido su
trágico final. De pie junto a María, ya dentro del cementerio, situados frente a
la lápida de Sara, pude leer su nombre. También la fecha de su muerte. La tumba estaba
adornada por un montón de bonitas flores recién colocadas. Algunas blancas, otras de colores. Junto a ellas, cómo en el final de una antigua leyenda urbana, mi
chaqueta.
Cuando entro Sara en escena, mi corazón empezó a latir mucho más rápido, más fuerte. Aunque a veces quiera aparentar ser una persona dura y hasta insensible. En el fondo, es agradable soñar con el amor, el deseo y la pasión por otro, lástima que la vida a veces nos juegue malas pasadas. Me ha gustado mucho esta entrada, trovador!!
ResponderEliminarTrovador, es de justicia reconocer que cada día me entusiasmas más con todo lo que escribes. Este relato es alucinante. Me has tenido en tensión a lo largo de toda la narración. Pensaba que el final iba a ser típico, tópico y clásico, con boda y mucho amor. Y aunque es cierto lo de la leyenda urbana, nunca imaginé un final así. ¡Felicidades! Estás aprendiendo a escribir. Sigue caminando, que llegarás lejos
ResponderEliminarIncreíble relato. Es una historia de amor contada con gran pasión. Quién pudiera ser protagonista de esta historia. El final es increíble y totalmente inesperado.
ResponderEliminarme ha encantado...
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