“Tío Jose, ¿me lees un
cuento?”. Hace algunos días, mientras veía la calificación de la Fórmula 1,
mi sobrino Aitor se acercaba a mí con un libro de dibujos en las manos y me
pedía que se lo leyera. Evidentemente, con esa carita mirándome y esa sonrisa
de niño travieso atravesando mi alma, no podía negarme. El cuento estaba lleno
de dibujos y casi no había texto. Pero me inventé una historia de animales en
la selva donde incluso había tiburones que volaban. Añadí, además, una cierta
escenificación dramática, con gestos corporales y con cambios de voces, según
los personajes que intervenían en la narración. Solo pretendía hacer reír a Aitor.
Pero mis payasadas causaron tal efecto que a los cinco minutos estaba frito
encima del sofá. Y yo pude ver tranquilamente el final de la calificación de la
carrera.
Aitor es el más pequeño de mis sobrinos. Ayer cumplió cuatro
años. Como Héctor y Paula, él también es una de mis debilidades.
Podría contar un montón de anécdotas. El domingo pasado le regalé
una especie de embarcación teledirigida para que jugara en la piscina. Resulta
que el mando a distancia estaba defectuoso, por lo que tuve que cambiar el
juguete. Pero él quería jugar ya, ¡aquí y ahora! Y lloraba y me
decía:
- Jose, no te lo lleves, que me lo arregla el
papá.
- ¿Quién es el papá? – dije yo, haciéndome el
tonto, algo que se me da muy bien, sobre todo cuando estoy con Héctor, Paula y
Aitor.
- ¡El papá mío! Él es fuerte y lo arregla –
respondió Aitor.
Yo le dije que lo había mirado y que no había podido. Pero
que pronto le llevaba el mismo yate, que se lo cambiaba en la tienda por uno
nuevo que estuviera en perfecto estado. Y él insistió: “Pero que corra más, ¿vale?”.