Sientes que se agotan las palabras. Y el reloj que marca mis
días se detiene. Y observas cómo la vida, tu vida, vuelve a sentarse en la
plaza de los tiempos, allí donde contempla la salida del sol y de la luna, en
aquel lugar donde todos caminan sin sentido. Y vuelvo a no entender qué sucede
cuando mi silencio golpea aquellos sentimientos que nacieron de forma
inexplicable, pero que crecieron sin la envoltura de las sombras ni de las
dudas eternas que siempre se manifestaban en la soledad de la “noche oscura” que cantaba San Juan de la
Cruz: “a oscuras y segura, por la secreta
escala disfrazada, a oscuras y en celada, estando ya mi casa sosegada”. Y
pregunto al silencio, ese que maltrata las heridas y no deja que se cure el
alma apasionada, por qué razón, sin merecerlo, cierra el paso a las palabras
que brotaban desde lo más profundo del ser que más quería. “Vuelta atrás y volver a empezar”, me
susurrabas al oído. Pero no escuché aquella tímida frase porque el viento
azuzaba con fuerza las copas de los árboles de aquel bosque en el que quisimos
perdernos. Y nunca supe leer en tus labios, a los que adoraba como dioses
celestiales en paraíso terrenal. Y ahora que siento que el tiempo se nos va,
lamento que las ansiadas palabras sigan escondidas en su guarida inescrutable.
Paz. Calma. Silencio. Adiós.
Como en el capítulo anterior…
Nunca es tarde. Tú volverás. Y yo no tendré que mirar atrás porque nunca me fui.
José Antonio López Arilla © 2013