Y partió. Se fue sin decir
adiós. Ni una lágrima. Ni un lamento. Ni una palabra de desaliento. El tormento
y la decepción ardían en su interior como tea en aquellas medievales noches sin
luna. Pero por su honor y por el de aquel al que había considerado su amigo,
que se creía rey y no llegaba a ser villano, prometió guardar silencio. Y se
alejó. Firmadas las capitulaciones necesarias y habiendo jurado lealtad eterna
a su patria, a su bandera y a su Señor, el fiel caballero embarcó rumbo a aquel
nuevo mundo que esperaba encontrar allende los mares, y que siempre había
dibujado sobre las tierras de la meseta castellana.
Días antes, el ínclito y
sempiterno capitán Estrada, su capitán, sin poderes episcopales, pero con firme
convicción religiosa, deseó que la fortuna obrara milagros si el caballero
tropezaba con las piedras de la mala suerte:
- De intrépidos soldados, de fieles caballeros y de
honorables hidalgos nunca andaremos sobrados. Espero de
corazón, soldado, que su decisión no sea en vano. Las puertas de Castilla, de
Aragón y de España se mantendrán abiertas de par en par esperando su llegada
con buenas nuevas. Que Santiago, nuestro patrón, le proteja allá donde las
huellas de sus pasos queden marcadas. Y espero que la razón y también su corazón sean capaces, con cordura, de alumbrar su camino.
- Cuando se rompen los
códigos, mi capitán, y se traiciona a un hermano, solo quedan dos salidas:
campo de batalla, espada y armadura; o alzar el vuelo en busca de mejores y más
leales compañías. No seré yo el que hable de lo bueno y de lo malo. Pero, como
Rodrigo y aquel “buen” rey castellano, tampoco besaré la falsa mano
de aquel que quebró compromisos fraternos.
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(*) El título de esta entrada está formado por dos versos del Romance de Santa Gadea de Burgos (http://www.youtube.com/watch?v=taNlpJtH104).
José Antonio López Arilla © 2013
José Antonio López Arilla © 2013
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