sábado, 27 de agosto de 2011

DESDE MI VENTANA


Aquella tarde el calor era sofocante. Casi insoportable. La fatiga que provocaba aquel sol abrasador e inclemente obligaba a cobijarse bajo el amparo de cualquier sombra. La lluvia caída la noche anterior no había refrescado el ambiente. Pero la ciudad estaba linda, llena de color y repleta de turistas que, plano en mano y cámara al hombro, recorrían cada uno de sus recovecos. Vestimenta y sonrisa marcaban la diferencia entre aquél que paseaba por devoción del que caminaba acuciado por las prisas de la obligación.

Por la mañana había estado degustando un delicioso chocolate con churros en mi cafetería preferida. Leí las mismas noticias en diferentes diarios e intenté que la inspiración me ayudara con algunos artículos que tenía pendientes. Comí en una céntrica plaza y regresé al hotel donde me alojaba cuando visitaba la ciudad. Lo descubrí de niño, en un viaje que hice con mis padres. Ya entonces me atrajo aquel edificio del siglo XIX que me hacía imaginar los misterios que ocultarían aquellas estancias repletas de detalles modernistas, de techos altísimos, de muebles antiguos y de suelos desgastados por el paso de los años.

Ya en la habitación, como tantas tardes, me asomé a la ventana para observar el ajetreo urbano. El claxon de los coches y el humo del motor de los autobuses. Motos zigzagueando, algún atrevido ciclista y un camión que regaba las calles. Los semáforos en verde, ámbar y rojo. Las voces de la gente, sus gritos. Me gustaba abrir la ventana y contemplarlo todo. Era como si el tiempo se detuviera. Poco importaba el calor. No en vano, a esas horas se reflejaba la sombra del edificio de enfrente en la fachada del hotel y, además, la brisa que soplaba con frecuencia traía aromas del Mediterráneo mezclados con el olor de las flores de un balcón cercano. En él, una anciana sentada bajo una sombrilla blanca tomaba un café. O, quizás, un té. Eran las 5. La veía muchas mañanas cuidando sus macetas. Pero ya por la tarde, se acicalaba para sentarse a conversar con alguien que sólo ella veía. La elegante señora hablaba sola y hacía continuos aspavientos con las manos. Parecía sentirse bien acompañada. Era imposible discernir el tema de conversación, aunque yo quería imaginar que hablaba con una amiga a la que contaba penas y alegrías. Pero estaba contenta pues su rostro reflejaba una bonita sonrisa.

Perdido en mis pensamientos, el armonioso sonido de un violín llegó a mis oídos. Él músico era un señor mayor, alto y de aspecto fino y distinguido. Cabello bien cuidado, ojos oscuros y fino bigote. Su nariz prominente me recordaba a la de un profesor de matemáticas que tuve en mi infancia y al que admiraba. Vestía siempre de traje inmaculado. A veces, conversaba con la gente y su rostro, igual que el de la señora del balcón, a la que miraba de vez en cuando y guiñaba un ojo o le hacía algún gesto con su cara, reflejaba un entusiasmo fuera de lo común. Una tarde pasé por su lado y eché unas monedas en la funda de su instrumento. Me sonrió. Y yo a él. Le hubiera pedido que se sentara conmigo para charlar. Quería conocerlo. Pero no me atreví. Pensé que era mejor no molestar. Él siguió tocando y con su mirada clavada en mis ojos supe que me estaba dedicando la melodía que sonaba en ese momento.

A pocos metros del músico había un quiosco. Lo regentaba Pablo, un señor de edad similar a la del violinista y al que sólo el ángel negro y su guadaña iban a poder jubilar. Vivía en la ciudad desde 1962. Le faltaba una pierna y siempre contaba que la perdió en el 37, en plena guerra civil. Lo hacía con todo lujo de detalles. Un día me confesó que era mentira. Pero le parecía más interesante la narración bélica de su amputación que contar que fue un accidente laboral. Pablo era regordete y tenía poco pelo. Amable, hablador y de carácter dulce, no soportaba la mala educación de aquéllos que cogían el diario, pagaban y se marchaban sin saludar. Se jactaba de ser el primero que vendió el Bild, el Daily Mirror o el Wall Street Journal en la ciudad. Era gracioso escuchar su pronunciación al hablar de estos periódicos.

Pablo era buen conversador y con él mantenía largas charlas. Yo me reía con sus explicaciones, con sus opiniones y con la forma de expresarse. Se explayaba y se crecía viendo mi cara de asombro y de sorpresa o viendo cómo lograba hacerme reír. Lo admiraba porque había sido capaz de superar su incapacidad física, había llevado una vida absolutamente normal y, gracias a su esfuerzo y su trabajo, había sido capaz de sacar adelante una amplia familia en una época en la que las cosas no fueron fáciles para casi nadie.

Esa misma tarde mi curiosidad hizo que me enfrentara a la canícula vespertina y salí en busca del caballero del violín. Sí, quería conocerlo. Pero cuando estuve frente a él, no supe qué decirle. Igual que otras veces, eché unas monedas en la funda del violín y seguí caminando en dirección al quiosco. Saludé a Pablo, hojeé unas revistas y al entregarle las monedas le pregunté por la señora del balcón. Me dijo que era la señora Lucía, esposa de Sebastián, el hombre del violín. Me contó que vivieron en Argentina durante muchos años y que regresaron en 1978. Me explicó también que hacía más de 30 años que Sebastián tocaba su violín allí. Lo hacía cada tarde desde las 5 hasta las 7. Y que, desde hacía más de 30 años, la señora Lucía tomaba su té tarareando la música de su esposo y moviendo sus brazos enérgicamente, cual directora de orquesta.

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