Músico en el malecón de La Habana (Agencia EFE) |
Sentado en el malecón, a ratos miraba al suelo,
y a ratos se dejaba deslumbrar por la cegadora luz que el sol enviaba desde el
cielo como ardientes espadas de vital ilusión. Tocaba para sí, sin pensar en
las decenas de personas que se situaban a su alrededor para disfrutar de las
melodías que surgían por la destreza de sus dedos. Era admirado por todos. Por
su música. Por su talento. Por su sonrisa. Por sus gestos amables. Por todo.
Por el contrario, muy pocos sabían qué se escondía detrás del mundo que se dibujaba
en el interior de aquel músico que llegó desde un lejano confín a estas
tierras para que su corazón pudiera borrar las heridas de una noche para
olvidar. Aquella noche en que dos copas rotas se iban a ahogar en un vino
amargo que siempre iba a recordar.
“Aquí tenéis la última”, decía.
Y sonaba una canción. Pero, tras ella, nacía después una nueva melodía. Y una
más. Y otra más. Y miraba de nuevo al cielo y trataba de imaginar el misterioso
significado de cada caprichosa forma que las nubes adoptaban. Y miraba al suelo
otra vez e intentaba encontrar los porqués de un origen incierto y de un final
patético, de un pasado irónico y de un futuro que no iba a llegar. Y, mientras
seguía rasgando las cuerdas de su guitarra, pensaba de nuevo en el objeto que recogió
días atrás en la orilla de aquel mar que ahora era su hogar.
“Mar azul. Mar
dulce. Mar tranquilo. Mar cautivador, que me acogiste para siempre”, rezaba
el mensaje de aquel papel desgastado que habitó en una botella desde hacía
mucho, mucho tiempo. Y, tratando de descifrarlo, vio cómo se escapaba su vida
entre versos mutilados y reproches sin sentido. Pasaron los años. Luchó.
Navegó. Nadó. Voló. Y cuando el último hálito de su cada vez más leve esperanza
se acercaba a sus labios, un ángel enviado desde las tierras del sol llegó para
recogerlo entre sus brazos y devolverlo a la vida. Ya en tierra firme, volvió a
mirar al cielo y siguió cantando su canción.
José Antonio López Arilla © 2013