Perdido entre pensamientos que a ratos no tenían sentido, el
escritor se sentó esta vez al piano para intentar encontrar los tres acordes
que necesitaba para componer la canción que prometió a su cortesana amiga.
En su cabeza sangraban todavía las lágrimas de San Lorenzo que había
contemplado la noche anterior sobre la hierba mojada de aquel bucólico jardín,
aunque sombrío. Lágrimas que habían originado decenas de deseos en la
inconsciente conciencia del autor del poema prohibido. Deseos aún del todo
inconfesables y hoy completamente inalcanzables. Y unos versos del maestro, que
seguía sentado al piano, que rozaban la perfección y que eran ejemplo del
trabajo más dulce y delicado.
Y en su corazón, roto por el ingrato desprecio, se dibujaba con sutil
precisión el tatuaje que sellaba la más vil de las traiciones. Unos desgarrados
sentimientos que adoraban las lágrimas oscuras de un sufrimiento que traía
vientos de tormenta y el tormento por su olvido.
El escritor golpeaba repetidamente el tintero con su pluma.
Con la mirada perdida en la partitura, pasaban los minutos, las horas, el
tiempo inexorable, y era incapaz de escribir una infausta nota. Solo cada cierto
tiempo abría los ojos como si de un Quijote iluminado se tratara, y comenzaba
a rellenar de forma frenética y furiosa cada compás del pentagrama.
Aún con todo, la madrugada envolvió de locura desmedida
el estudio del escritor, quien, celosamente escondido, se protegía del paso del
tiempo, ayudado, además, por aquella nieve otoñal, que obligaba a resguardarse del
frío. Y perdido en sus noctámbulos pensamientos, encontró la explicación.
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